Junto a la ciudad que se visita, a la ciudad catedralicia y fortificada, surgió un pueblo de labradores, de pastores, de talleres manufactureros y, a un tiempo, de cultura.
A lo que los romanos dieron el nombre de sub urbis y los árabes llamaron arrabáḍ, nunca los seguntinos han llamado barrio. El Arrabal tiene personalidad propia.
Careció de muralla y por eso su fácil expansión. Crecimiento urbano que, sin embargo, tendría límites. Por el norte, el lienzo fortificado que transcurría entre el Castillo y la Puerta de Guadalajara, abierto en el Portal Mayor, era la fachada pétrea de la ciudad. Por levante, las eras del Castillo, aledañas al matadero construido al final de la calle Valencia a comienzos del siglo XIX. El arroyo de Valdemerina -donde aún se atisban los restos de un batán- cerraba su extremo meridional, y el Camino Real era la frontera por poniente.
En el camino que llegaba de la Corte y antes de acceder a la Puerta de Guadalajara se erigió, mediado el siglo XVII, la imponente mole de la Universidad y el Monasterio de Jerónimos. Frente a ella se levantaría el colejuelo de San Martín, y bien cumplida la centuria dieciochesca se fundó la Casa de Misericordia con el objetivo ilustrado de instruir.
A la ciudad no se subía, siempre era ella la que descendía: Bajada de San Jerónimo, Bajada del Portal Mayor.
Las calles del Arrabal, por su amplitud, permitían contemplar el alba y el atardecer, al contrario que las cercadas de la ciudad. Ese azul tan especial del cielo durante los inviernos seguntinos pronto imponía su autoridad. La quietud y la tranquilidad de sus calles era la de sus vecinos. No en vano, uno de ellos se dedicó a los más desfavorecidos y fue proclamado beato de la Iglesia.
Todas sus casas son de recia piedra seguntina, de sillería los quicios de puertas y ventanas, los aleros de piedra o madera. Si la calma del paseante lo permite, advertirá en algunos dinteles su fecha de construcción o la argolla para atar al cuartago junto a la puerta. En otra verá tallados los aperos del labrador.
Los cuatro caños de su fuente llenaron otrora las cántaras por medio de cañas.
Desde el siglo XIX tiene iglesia grande, y para otras festividades contaba con dos ermitas. Por Semana Santa se acudía a San Lázaro, a la que también llamaron de Santa Bárbara, y por junio tenía fiesta en la de San Pedro.
En su conjunto guarda la belleza de los pueblos castellanos dedicados a las tareas artesanas, de labranza y pastoreo. La industria manufacturera de antaño se ubicaba allí, pues tenía agua inmediata y sus olores o peligros no molestaban a la ciudad. Por sus onduladas calles se hallaban distribuidos los oficios que les dieron nombre: Tinte alto, Tinte bajo, Alfarerías.
En tiempo de cosecha, las eras del Castillo y las de San Pedro presenciaron cómo las mulas paseaban el trillo y el grano se separaba de la paja.
Quien deambule por el Arrabal comprobará su armonía y tranquilidad. Por su historia y patrimonio cultural y etnográfico merece particular atención.
Pedro Ortego Gil
Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Santiago de Compostela