El viajero llega a la ciudad, paramera de ocres, pardos y ‘oliveños’ colores, a la que quiere ver plasmada en un instante para el recuerdo, y agradece que pueda ser pintada en lienzo, papel o madera para nostalgia de propios o extraños.
Busca, pero no encuentra, el rincón más apropiado para reflejar su impresión de la ciudad, pues son tantas las ilusiones pictóricas y visuales que se agolpan las imágenes en su mente, y está indeciso.
Madruga, trasnocha, busca las luces más apropiadas, callejea, dobla esquinas, pasa por calles estrechas al encuentro del rincón más sugerente; oye el rumor de sus habitantes, pero le cuesta seleccionar el momento y el lugar, pues todo tiene profundas impresiones.
Las calles que serpentean, el borde del cauce de un aprendiz de río, el bronce de los amarillos y ocres del parque, las crestas y campanarios empenachados, le anuncian un rosario de motivos pictóricos indelebles.
Para el viajero, el espectáculo que tiene ante sí, las mujeres y los hombres que habitan el lugar son merecedores del bullicio de ser pintados.
Había leído, visto y contemplado que otros pintores como Regoyos, Santacruz o los Santos habían recreado los atajos de una arquitectura sin caos, las umbrías calles del pasado, las incensadas naves de su catedral, los impresionantes arcos y plazuelas, los muros que arracimados reverberan al sol.
Además, había observado que la ciudad estaba silenciosa y exhibida en innumerables muros y paredes de las casas de sus ciudadanos. El eco de los actuales artistas locales había cautivado al viajero, la impresión de que gran parte del trabajo pictórico ya se había realizado, era suficiente para desvanecer en él la necesidad de pintar.
Acaso, terminó preguntándose y supuso que tanto arte y artistas seguro que estarían recopilados y expuestos, ahora que iba a ser Patrimonio de la Humanidad, en algún edificio emblemático de la ciudad.
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