Sin duda el hecho de que lleve setenta años veranando en Sigüenza y que los acontecimientos más determinantes de mi vida hayan tenido lugar allí y que ya mi madre pasara allí los veranos desde los años veinte del pasado siglo y que mis hijos también hayan echado raíces en Sigüenza, no justificaría que esta maravillosa y excepcional ciudad fuera nombrada Patrimonio Mundial de la UNESCO. Ni siquiera el hecho de que en su hermoso cementerio del pinar reposen los restos de mis seres más queridos. Todo esto solo es un vínculo personal, emocional y sentimental con Sigüenza, pero que podría haberse creado con cualquier otro lugar al que me hubiera llevado la vida. Pero tuve la suerte de que fuera Sigüenza y, por su historia, sus monumentos y su belleza hay razones de sobra que avalan su candidatura.
Sigüenza es una ciudad cargada de historia y también de leyenda. Su castillo fortaleza –desde los años 70 Parador Nacional− fue conquistado para el Reino de Castilla por las huestes del obispo D. Bernardo de Agén en 1124 y desde entonces perteneció a los obispos de Sigüenza. Más de dos siglos después, entre 1355 y 1359, el castillo episcopal sirvió de prisión de Doña Blanca de Borbón, que permaneció confinada tras ser repudiada por su esposo, el rey D. Pedro el Cruel, a los dos días de contraer matrimonio. De ahí la costumbre de que, en las noches de luna llena –hablo de los años 60, antes de la reconstrucción– las gentes subieran a rondar al fantasma de la desdichada Doña Blanca.
Entre el Castillo, en lo más alto de la ciudad, y la magnífica Catedral gótica cisterciense, se sitúa el hermoso barrio medieval de Sigüenza, con sus callejas (travesañas) estrechas y empedradas, salpicadas de arcos de gran belleza, la Casa del Doncel, la iglesia de San Vicente, la Plazuela de la Cárcel.
Si bajamos desde la Plaza Mayor hacia la Alameda, atravesaremos el dieciochesco Barrio de San Roque, con sus casas señoriales y el Casino del siglo XIX, el bellísimo Callejón de Infantes, la Plazuela de las Cruces.
Es imposible condensar en trescientas palabras tanta belleza y tanta historia, pero no quiero dejar de reseñar al famoso Doncel; me atrevo a decir que es una de las estatuas funerarias más hermosas y más originales del mundo. D. Martín Vázquez de Arce, hijo de un consejero del cardenal Pedro González de Mendoza, perdió la vida en 1486, en una emboscada que le tendieron los musulmanes antes de la reconquista del Reino de Granada, a los veinticinco años. En la escultura aparece con armadura militar, recostado sobre su codo derecho y leyendo un libro, en lugar de tumbado como suele ser lo habitual en las estatuas fúnebres.
Ana Montojo
Escritora